FAULKNER. Wiliam. Luz de Agosto. Trad. Argos Vergara. Santillana. Madrid. 2002

“Un día, la cocinera se marchó. Se supo que, cierta noche, un grupo de hombres más o menos enmascarados se presentó en casa del pastor y le ordenó que pusiera en la calle a su cocinera. También se supo que, al día siguiente, la mujer dijo que se había ido por su propia voluntad, porque su amo le pidió que hicera algo que, según ella, era contrario a Dios y a la naturaleza. Y se dijo que los hombres enmascarados la habían aterrorizado para que se marchase de la casa, porque la cocinera era lo que se llama una morena clara y se sabía que había dos o tres hombres en la ciudad que se opondrían a que hiciese lo que ella consideraba contrario a Dios y a la naturaleza, puesto que, como decían los más jóvenes, para que una negra considere que alguna cosa es contraria a Dios y a la naturaleza, esa cosa tiene que ser terriblemente mala. El caso es que el pastor no pudo –o no quiso- tomar otra cocinera. Quizás los hombres habían asustado aquella noche a todas las negras de la ciudad. Así que, durante algún tiempo, Hightower cocinó él mismo, hasta que un día se supo que había tomado un cocinero negro. Aquello fue el colmo. La misma noche, unos hombres, no enmascarados esta vez, se apoderaron del negro y lo azotaron. Y, cuando Hightower se desperto a la mañana siguiente, encontró rotos los cristales de la ventana de su escritorio y, en el suelo, un ladrillo con un papel escrito en el que se le ordenaba que abandonase la ciudad antes de la puesta del sol. El papel estaba firmado con las siglas K.K.K. Y él no se fue, y, a la mañana siguiente, un hombre lo encontró en el bosque, a una milla de la ciudad. Había sido atado a un árbol y golpeado hasta que perdió el conocimiento (pp. 72-73).”

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Tori Amos – A Sorta Fairytale

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Mick Jagger – Don’t Tear Me Up – Official

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Breve historia estado de excepción. Por Giorgio Agamben

AGAMBEN. GIORGIO. Estado de excepción. Homo sacer II, 1. Trad: Antonio Gimeno. Pre-Textos. España, 2004.

Breve historia estado de excepción. Ya hemos visto que el estado de sitio tuvo su origen en Francia durante la Revolución. Después de su institución por medio del decreto de la Asamblea Constituyente de 8 de julio de 1791, adquiere su fisonomía propia de état de siège fictif o politique con la ley del Directorio de 27 de agosto de 1797 y, por último, con el decreto napoleónico de 24 de diciembre de 1811 (cfr. supra. p. 13). La idea de una suspensión de la constitución (de l’empire de la constitution) había sido introducida, como también hemos visto, por la Constitución de 22 frimario del año VIII. El artículo 14 de la Charte de 1814 atribuía al soberano el poder de <<elaborar los reglamentos y las ordenanzas necesarios para la ejecución de las leyes y la seguridad del Estado>>. La vaguedad de esta fórmula hizo observar a Chateubriand “qu il est possible qu’un beau matin toute la Charte soit confisquée au profit de lárt. 14>>. El estado de sitio fue expresamente mencionado en el Acte additionnel a la constitución del 22 de abril de 1815, que reservaba su declaración a una ley. Desde entonces, la legislación sobre el estado de sitio en Francia ha puntuado los momentos de crisis constitucional durante los siglos XIX y XX. Después de la caída de la Monarquía de Julio, el 24 de junio de 1848 un decreto de la Asamblea Constituyente puso a París en estado de sitio y encargó al general Cavaignac de restaurar el orden de la ciudad. En la nueva constitución del 4 de noviembre de 1848 se incluyó, por tanto, un artículo que establecía que una ley determinaría las ocasiones, las formas y los efectos del sitio. A partir de este momento, el principio dominante (como veremos, no sin excepciones) en la tradición francesa (a diferencia de la alemana, que lo atribuye al jefe del Estado) es que el poder de suspender las leyes puede pertenecer tan sólo al mismo poder que las produce, es decir el parlamento. La ley de 9 de agosto de 1849 (parcialmente modificada en sentido más restrictivo por la ley de 4 de abril de 1878 establecía en consecuencia que el estado de sitio político podía ser declarado por el parlamento (o en su defecto por el jefe del Estado) en caso de peligro inminente para la seguridad exterior o interior. Napoleón III recurrió en diversas ocasiones a esa ley y, una vez instalado en el poder, reservó al jefe del Estado el poder exclusivo de proclamar el estado de sitio. La guerra francoprusiana y la insurrección de la Comuna coincidieron con una generalización sin precedentes del estado de excepción, que fue declarado en cuarenta departamentos, en alguno de los cuales se prolongó hasta 1876. Sobre la base de estas experiencias y después del frustrado golpe de estado de Macmahon en mayo de 1877, la ley de 1849 fue modificada y estableció que el estado de sitio sólo podía ser declarado por medio de una ley (o, en el caso de que la Cámara de los Diputados no estuviera reunida, por el jefe del Estado, con la obligación de convocar a ambas cámaras en el plazo de dos días) en la eventualidad de un <<peligro inminente por una guerra exterior o una insurrección armada>> (ley de 4 de abril de 1878,art. 1).

La Primera Guerra Mundial coincidió en la mayoría de los países beligerantes con un estado de excepción permanente. El 2 de agosto de 1914, el presidente Poincaré publicó un decreto que ponía en estado de sitio todo el país, convertido en ley por el parlamento dos días después. El estado de sitio permaneció en vigor hasta el 12 de octubre de 1919. Aunque la actividad del parlamento, suspendida durante los primeros seis meses de la guerra, se reanudó en enero de 1915, muchas de las leyes votadas no fueron, en realidad, más que puras y simples delegaciones legislativas al ejecutivo, como la del 10 de febrero de 1918 que otorgaba al gobierno un poder prácticamente absoluto de regular por medio de decretos la producción y el comercio de artículos alimenticios. Tingstein ha observado que de este modo el poder ejecutivo se transformó, en sentido material, en órgano legislativo (Tingstein, 1934, p. 18). En cualquier caso, es en este sentido cuando la legislación de excepción por medio de decretos gubernamentales, que hoy nos es perfectamente familiar, pasa a ser una práctica corriente las democracias europeas.

Como era previsible, la extensión de los poderes del ejecutivo al ámbito del legislativo prosiguió después de finalizar las hostilidades, y es significativo que la excepcionalidad de la situación militar cediera ahora el puesto a la economía, con una asimilación implícita entre guerra y economía. En enero de 1924, en un momento de grave crisis que ponía en peligro la estabilidad del franco, el gobierno de Poincaré solicitó los plenos poderes en materia financiera. Después de un debate muy áspero, en el que la oposición señaló que esto equivalía para el parlamento a la renuncia a los propios poderes constitucionales, la ley se aprobó en la votación del 22 de marzo y limitó a cuatro meses los poderes especiales del gobierno. Medidas análogas fueron tomadas por el gobierno de Laval, que promulgó más de quinientos decretos <<con fuerza de ley>> para evitar la devaluación del franco. La oposición de izquierda encabezada por León Blum se opuso con fuerza a esta <<práctica fascista>>; pero es significativo que, al llegar al poder con el Frente Popular, en junio de 1937, esa misma izquierda solicitara al parlamento plenos poderes para devaluar el franco, estabilizar el control de los cambios e imponer nuevos impuestos. Como se ha puesto de manifiesto (Rossiter, 1948, p. 123), eso significaba que la nueva práctica de legislación, por vía de decretos emanados del gobierno, inaugurada durante la guerra, era ahora una práctica aceptada por todas las fuerzas políticas. El 30 de junio de 1937, los poderes que se le habían negado a León Blum, le fueron concedidos al gobierno Chautemps, en el que algunos ministerios fundamentales estaban en manos de no-socialistas. Y el 10 de abril de 1938. Eduard Daladier solicitó al parlamento poderes excepcionales de legislación por decreto –que obtuvo- para hacer frente tanto a la amenaza de la Alemania nazi como a la crisis económica, lo que hace posible decir que hasta el final de la Tercera República <<los procedimientos normales de la democracia parlamentaria estuvieron en suspenso>> (ibid., p. 124). Es importante no olvidar este proceso contemporáneo de transformación de las constituciones democráticas entre las dos guerras mundiales, cuando se estudia el nacimiento de los denominados regímenes dictatoriales en Italia y Alemania. Bajo la presión del paradigma del estado de excepción, la totalidad de la vida político-constitucional de las sociedades occidentales comienza a asumir progresivamente una forma nueva, que quizá sólo ahora ha alcanzado su pleno desarrollo. En diciembre de 1939, después del estallido de la guerra, el gobierno obtuvo la facultad de adoptar por decreto todas las medidas necesarias para asegurar la defensa de la nación. El parlamento permaneció reunido (excepto cuando fue suspendido durante un mes para privar de su inmunidad a los parlamentarios comunistas), pero toda la actividad legislativa estaba ya de manera estable en manos del poder ejecutivo. Cuando el mariscal Pétain asumió el poder, el parlamento francés no era ya más que una sombra de sí mismo. En cualquier caso, el acto constitucional de 11 de julio de 1940 confirió al jefe del Estado la facultad de proclamar el estado de sitio en todo el territorio nacional (entonces ya ocupado en parte por el ejército alemán). En la constitución actual, el estado de excepción está regulado por el artículo 16, expresamente solicitado por De Gaulle, que establece que el presidente de la República adopta las medidas necesarias <<cuando las instituciones de la República, la independencia de la Nación, la integridad de su territorio o la ejecución de sus compromisos internacionales estén amenazados de modo grave e inmediato y haya quedado interrumpido en funcionamiento regular de los poderes públicos constitucionales>>. En abril de 1961, durante la crisis argelina, De Gaulle recurrió al artículo 16, aunque el funcionamiento de los poderes públicos no se había interrumpido. Desde entonces, el artículo 16 no se ha invocado nunca, pero en paralelo con una tendencia que se manifiesta en todas las democracias occidentales, la declaración del estado de excepción ha sido sustituida de forma progresiva por una generalización sin precedentes del paradigma de la seguridad como técnica normal de gobierno.

La historia del artículo 48 de la Constitución de Weimar está entrelazada tan estrechamente con la historia de la Alemania de entreguerras, que no es posible comprender el ascenso de Hitler al poder sin un análisis preliminar de los usos y abusos de este artículo entre 1919 y 1933. Su precedente inmediato se encuentra en el artículo 68 de la Constitución bismarkiana, que, en el caso de que <<la seguridad pública esté amenazada en el territorio del Reich>>, atribuía al emperador la facultad de declarar en estado de guerra (kriegzustand) en una parte de él y remitía, para determinar las modalidades, a la ley prusiana sobre el estado de sitio de 4 de junio de 1851. En la situación de desorden y agitaciones subsiguiente a la guerra, los diputados de la Asamblea Nacional que debían votar la nueva constitución con el concurso de juristas entre los que se destacaba el nombre de Hugo Preuss, incluyeron en ella un artículo que confería al presidente del Reich poderes excepcionales de extraordinaria amplitud. El texto del artículo 48 rezaba: <<Cuando en el Reich alemán se hayan alterado gravemente [erbeblich] o estén en peligro la seguridad y el orden público, el presidente del Reich puede adoptar las medidas necesarias para el restablecimiento de dicha seguridad y orden públicos, incluso con la ayuda de las fuerzas armadas. A este efecto, puede suspender en todo o en parte los derechos fundamentales [Grundrechte] establecidos en los artículos 114, 115, 117, 118, 123, 124 y 153>>. El artículo añadía que una ley precisaría en los aspectos particulares las modalidades del ejercicio de este poder presidencial. Dado que la ley no llegó a aprobarse nunca, los poderes excepcionales del presidente quedaron indeterminados hasta tal punto que no sólo la doctrina hizo uso corriente de la expresión <<dictadura presidencial>> en referencia al artículo 48, sino que Schmitt pudo escribir en 1925 que <<ninguna constitución de la tierra había legalizado tan fácilmente el golpe de Estado como la de Weimar>> (Schmitt, 1995, p. 25).

Los gobiernos de la República, empezando por el de Brüning, utilizaron permanentemente

–con una pausa relativa entre 1925 y 1929- el artículo 48, proclamando el estado de excepción y promulgando decretos de urgencia en más de 250 ocasiones. Se sirvieron de ellos, entre otras cosas, para encarcelar a millares de militantes comunistas y para instituir tribunales especiales facultados  para pronunciar condenas de pena capital. En diversas ocasiones y, en particular en octubre de 1923, el gobierno recurrió al artículo 48 para hacer frente a la caída del marco, confirmando así la tendencia moderna a hacer coincidir emergencia político militar y crisis económica.

Es conocido que los últimos años de la República de Weimar se desarrollaron por completo en régimen de estado de excepción, pero parece menos obvia la afirmación de que Hitler no habría podido probablemente tomar el poder, si el país no hubiera estado durante casi tres años en régimen de dictadura presidencial y si el parlamento se hubiera mantenido en funciones. En julio de 1930, el gobierno Brüning quedo en minoría, pero Brüning obtuvo del presidente Hindenburg que, en lugar de aceptar la dimensión de los miembros del gobierno, recurriera al artículo 48 y procediera a la disolución del Reichstag. A partir de este momento, Alemania dejó de ser de hecho una república parlamentaria. El parlamento se reunió solamente siete veces durante no más de doce semanas en total, mientras una coalición fluctuante de socialdemócratas y centristas actuaba como simple espectadora de un gobierno que ya sólo dependía del presidente del Reich. En 1932, Hindenburg, reelegido presidente contra Hitler y Thälman, impuso a Brüning la dimensión y designó en su lugar al centrista von Papen. El 4 de junio, se disolvió el Reichstag que ya no sería convocado hasta la llegada del nazismo. El 20 de julio el estado de excepción fue proclamado en el territorio prusiano y von Papen recibió el nombramiento de comisario del Reich para Prusia y acabó con el gobierno socialdemócrata de Otro Braun.

El estado de excepción en que Alemania llegó a encontrarse bajo la presidencia de Hindenburg fue justificado constitucionalmente por Schmitt mediante la idea de que el presidente actuaba como <<guardián de la constitución>> (Schmitt, 1931); pero el fin de la República de Weimar muestra con claridad, al contrario, que una <<democracia protegida>> no es una democracia y que el paradigma de la dictadura constitucional funciona más bien como una fase de transición que conduce fatalmente a la instauración de un régimen totalitario.

Dados estos precedentes es comprensible que la Constitución de la República federal no mencionara el estado de excepción; pero aun así el 24 de junio de 1968 la <<gran coalición>> entre democristianos y socialdemócratas votó una ley complementaria de la constitución (Gesetz zur Ergänzung des Grundgesetzes) que reintroducía el estado de excepción (definido como <<estado de necesidad interna, innere Notstand>>. Con ironía inconsciente, la proclamación del estado de excepción, por primera vez en la historia de eta institución jurídica, se concebía no sólo como un acto para salvaguardar la seguridad y el orden público, sino como una defensa de la <<constitución democrático-liberal>>. La democracia protegida se había convertido a partir de ahora en regla.

El 3 de agosto de 1914 la Asamblea Federal suiza confirió al Consejo Federal <<el poder ilimitado de adoptar todas las medidas necesarias para garantizar la seguridad, la integridad y la neutralidad de Suiza”. Este inusitado acto, en virtud del cual un Estado no beligerante atribuía al ejecutivo poderes todavía más amplios y determinantes que aquellos que habían recibido los gobiernos de los países directamente implicados en la guerra, es interesante por las discusiones a que dio lugar, tanto en la misma Asamblea como en los debates que suscitaron las objeciones de inconstitucionalidad presentadas por los ciudadanos ante el Tribunal Federal suizo. La tenacidad con que los juristas suizos, con casi treinta años de adelanto con respecto a los teóricos de la dictadura constitucional, trataron en aquella ocasión de deducir (como Waldkirch y Burckhardt) del propio texto constitucional la legitimidad del estado de excepción (el artículo 2 que establece que <<la Confederación tiene el objetivo de asegurar la independencia de la patria frente al extranjero y de mantener el orden y la tranquilidad en el interior) o (como Hoerni y Eleiner) de fundarlo sobre un derecho de necesidad <<inherente a la existencia misma del Estado>>  o, por último (como His) sobre una laguna del derecho que las disposiciones excepcionales deben colmar, muestra que la teoría del estado de excepción no es en modo alguno exclusiva de la tradición antidemocrática.

La historia y la situación jurídica del estado de excepción en Italia presentan, un particular interés si se contemplan desde la perspectiva de la legislación por medio de decretos gubernamentales de urgencia (los denominados <<decretos-leyes>>). Se puede decir que, desde este punto de vista, Italia ha funcionado como un auténtico laboratorio político-jurídico, en el que se ha ido organizando el proceso –presente también, en diversa medida, en otros Estados europeos- por medio del cual el decreto-ley <<de instrumento derogatorio y excepcional de producción normativa ha pasado a ser una fuente ordinaria de producción del derecho>> (Fresa, 1981, p. 156). Pero esto significa también que precisamente un Estado en que los gobiernos eran con frecuencia inestables ha elaborado uno de los paradigmas esenciales mediante el cual la democracia se transforma de parlamentaria en gubernamental. En todo caso, es en este contexto en el que la adecuación de los decretos de urgencia al ámbito problemático del estado de excepción se manifiesta con claridad. El Estatuto albertino (como, por lo demás, la constitución republicana vigente) no mencionaba el estado de excepción. Los gobiernos del reino recurrieron, no obstante, en no pocas ocasiones a la proclamación del estado de sitio: en Palermo y en las provincias sicilianas en 1862 y 1866, en Sicilia y en la Lunigiana en 1894, y en Nápoles y Milán, en 1898, donde la represión de los desórdenes fue particularmente sangrienta y dio lugar a duros debates parlamentarios.

La declaración del estado de sitio con ocasión del terremoto de Mesina y Reggio Calabria el 28 de diciembre de 1908 sólo es un caso aparte en apariencia. Las razones últimas de la proclamación eran, en realidad de orden público (se trataba de reprimir los saqueos y los actos de pillaje provocados por la catástrofe); pero, además, es significativo que, desde un punto de vista teórico, proporcionaron la ocasión que permitió a Santi Romano y a otros juristas italianos elaborar la tesis, de la que a continuación tendremos que ocuparnos, de la necesidad como fuente primaria del derecho.

En todos esos casos, la proclamación del estado de sitio se produjo por medio de un real decreto que, a pesar de no contener ninguna cláusula referente a su ratificación parlamentaria, fue aprobado por el parlamento como los demás decretos de urgencia no relacionados con el estado de sitio (en 1923 y 1924 se convirtieron, en bloque, en leyes miles de decretos-ley aparecidos en los años precedentes y que no habían sido tramitados parlamentariamente). En 1926 el régimen fascista publicó una ley que regulaba expresamente la materia de los decretos-leyes. El artículo 3 establecía que podrían promulgarse como reales decretos, previa deliberación del consejo de ministros, <<normas con fuerza de ley: 1) cuando el gobierno reciba para ello la delegación de una ley, dentro de los límites de tal delegación; 2) en los casos extraordinarios, en los que razones de urgente y absoluta necesidad lo requieran. El juicio sobre la urgencia y la necesidad no está sometido a otro control que al político del parlamento>>. Los decretos previstos en el segundo apartado debían contener la cláusula de presentación al parlamento para la conversión, pero la pérdida de cualquier autonomía de la cámara durante el régimen fascista convirtió esa cláusula en superflua.

A pesar de que el abuso del empleo de los decretos de urgencia por los gobiernos fascistas fue tal que el propio régimen sintió la necesidad de limitar su alcance en 1939, la constitución republicana estableció, con singular continuidad, en el artículo 77, que <<en casos extraordinarios de necesidad y urgencia>> el gobierno podía adoptar <<disposiciones provisionales con fuerza de ley>>, que debían ser presentadas el mismo día a la cámara y que perdían su eficacia si no se transformaban en leyes dentro de los sesenta días siguientes a su publicación.

Es bien conocido que la práctica de la legislación gubernamental por decreto-ley se ha convertido desde entonces en regla en Italia. No sólo se ha recurrido a los decreto de urgencia en momentos de crisis política, eludiendo así el principio constitucional según el cual los derechos de los ciudadanos sólo pueden ser limitados por ley (cfr. para la represión del terrorismo, el decreto-ley de 28 de marzo, 1978, n. 59, convertido en la ley de 23 de mayo de 1978 –la denominada ley Moro-, y el decreto ley de 15 de diciembre de 1979, n. 625, convertido en la ley de 6 de febrero de 1980, n. 15), pero los decretos leyes son hasta tal punto la forma habitual de legislación que han llegado a ser definidos como <<proyectos de ley reforzados con urgencia garantizada>> (Fresa, 1981, p. 152). Esto significa que el principio democrático de la división de poderes ha desaparecido en la actualidad y que el poder ejecutivo ha absorbido de hecho, al menos parcialmente, al legislativo. El parlamento ha dejado de ser el órgano soberano al que corresponde el poder exclusivo de obligar a los ciudadanos en virtud de la ley: se limita a ratificar los decretos procedentes del poder ejecutivo. En sentido técnico, la República ya no es parlamentaria, sino gubernamental. Y es significativo que una transformación similar del aparato constitucional, que se está produciendo hoy en una u otra medida en todas las democracias occidentales, está pasando inadvertida por completo para los ciudadanos, aunque sea perfectamente conocida por los juristas y los políticos. Justo en el momento en que pretende dar lecciones de democracia a culturas y tradiciones diversas, la cultura política de Occidente no se da cuenta de que ha perdido por completo su canon.

El único dispositivo jurídico, que en Inglaterra podría compararse con el état de siège francés es conocido con el nombre de martial law, pero se trata de un concepto tan vago que se le ha podido definir con toda razón como un <<término infeliz para justificar en nombre del common law actos llevados a cabo por necesidad con objeto de defender la Commonwealth en caso de guerra>> (Rossiter, 1948, p. 412). Pero esto no significa que no pueda existir algo similar al estado de excepción. La facultad de la corona de declarar la martial law estaba limitada en general en los Mutiny Acts a los períodos de guerra; pero no dejaba de tener necesariamente una serie de consecuencias, incluso graves, para los civiles extranjeros que se hubieran encontrado envueltos en las represiones armadas. Por eso Schmitt trata de distinguir la martial law de los tribunales militares y de los procedimientos sumarios que en un primer momento se aplicaban sólo a los soldados, para concebirla como un procedimiento puramente fáctico y aproximarla al estado de excepción>>: <<A pesar de su nombre, el derecho de guerra no es en realidad un derecho ni una ley, sino más bien un procedimiento guiado especialmente por la necesidad de conseguir un objetivo determinado>> (Schmitt, 1921, p. 183).

También en el caso de Inglaterra, la Primera Guerra Mundial desempeño un papel decisivo en la generalización de los dispositivos gubernamentales de excepción. Inmediatamente después de la declaración guerra, el gobierno solicitó al parlamento la aprobación de una serie de disposiciones de emergencia, que habían sido preparadas por los ministros competentes y que se votaron prácticamente sin discusión. La más importante de estas medidas es el Defense of Realm Act del 4 de agosto de 1914, conocida como DORA, que no sólo confería al gobierno amplios poderes para regular la economía de guerra, sino que introducía también importantes limitaciones de los derechos fundamentales de los ciudadanos (en particular la competencia de los tribunales militares para juzgar a los civiles). Al igual que en Francia la actividad parlamentaria quedó eclipsada mientras duró la guerra. Sin embargo, se trataba, también en el caso de Inglaterra, de un proceso que iba más allá de la emergencia bélica, como demuestra la aprobación –el 29 de octubre de 1920, en una situación de movimientos huelguísticos y tensiones sociales- del Emergency Powers Act. El artículo 1 afirma en efecto: <<Cada vez que Su Majestad considere que se ha emprendido o pueda emprenderse una acción, a cargo de personas o grupos, de tal naturaleza y envergadura que pueda presumir que, al perturbar el abastecimiento o la distribución de víveres, agua, carburante o electricidad, o los medios de transporte, priva a la comunidad o a una parte de ella de lo que es necesario para la vida, Su Majestad puede declarar con una proclamación (que de aquí en adelante se denomina proclamación de emergencia) que existe un estado de emergencia>>. El artículo segundo de la ley atribuía a His Majesty in Council el poder de promulgar reglamentos y de conferir al ejecutivo <<cualquier poder necesario para el mantenimiento del orden>>, e introducía tribunales especiales (courts of summary jurisdiction) para los transgresores. Aunque las penas impuestas por estos tribunales no podían ser superiores a tres meses de cárcel (<<con o sin trabajos forzados>>), el principio del estado de excepción había quedado sólidamente establecido en el derecho inglés.

El lugar –a la vez lógico y pragmático- de una teoría del estado de excepción en la constitución norteamericana se encuentra en la dialéctica entre los poderes del presidente y los del Congreso. Esta dialéctica se ha determinado históricamente –y de manera ejemplar ya a partir de la guerra civil- como conflicto sobre la autoridad suprema en una situación de emergencia; o en términos schmittianos (y esto es muy significativo en un país que es considerado como la cuna de la democracia), como conflicto sobre la decisión soberana.

La base textual del conflicto está, sobre todo, en el artículo 1 de la Constitución, que establece que <<el privilegio del writ de Habeas Corpus no será suspendido, salvo que, en caso de rebelión o de invasión, la seguridad pública [public safety] lo requiera>>; pero no precisa cuál es la autoridad competente para decidir la suspensión (aunque la opinión dominante y el propio contexto del párrafo hacen presumir que la cláusula se refiere al Congreso y no al presidente). El segundo punto conflictivo se encuentra en la relación entre otro párrafo del mismo artículo 1 (que atribuye al Congreso el poder de declarar la guerra y de reclutar y mantener el ejército y la flota) y el artículo 2, que afirma que <<el presidente será el comandante en jefe [commander in chief] del ejército y de la flota de los Estados Unidos>>.

Ambos problemas entraron en su umbral crítico con la guerra civil (1861-1865). El 15 de abril de 1861, en contradicción con lo dispuesto en el artículo 1, Lincoln decretó el reclutamiento de un ejército de 75.000 hombres y convocó al Congreso en sesión especial para el 4 de julio, Lincoln actuó de hecho como un dictador absoluto (en su libro La dictadura, Schmitt puede mencionarlo, en consecuencia, como un ejemplo perfecto de dictadura comisarial: cfr. 1921, p. 136). El 27 de abril, con una decisión todavía técnicamente más significativa, el presidente autorizó al jefe del estado mayor del ejército a suspender el writ de Habeas Corpus cada vez que lo considerará necesario a lo largo de las vías de comunicación entre Washington y Filadelfia, en donde se habían registrado desórdenes. La decisión presidencial autónoma de adoptar medidas extraordinarias continuó por lo demás incluso después de la convocatoria del Congreso (así, el 14 de febrero de 1862, Lincoln impuso la censura sobre el correo y autorizó el arresto y la detención en cárceles militares de las personas sospechosas de <<disloyal and treasonable practices>>).

En el discurso dirigido al Congreso, reunido por fin el 4 de julio, el presidente justificó abiertamente su actuación por su condición de titular de un poder supremo de violar la constitución en una situación de necesidad. Las medidas que había adoptado, declaró, <<fueran o no legales en sentido estricto>> había sido decididas <<bajo la presión de una demanda popular y de un estado de necesidad pública>> con la certeza de que el Congreso las ratificaría. En su base se encontraba la convicción de que también la ley fundamental podía ser violada, si se encontraran en juego la existencia misma de la unión y del orden jurídico (<<¿Acaso pueden transgredirse todas las leyes salvo una, y acaso el gobierno debe ir a la ruina con tal de no violar esa ley?>>) (Rossiter, 1948, p. 229).

En una situación de guerra, hay que dar por descontado que el conflicto entre el presidente y el Congreso es esencialmente teórico: de hecho el Congreso, aunque fuera perfectamente consciente de que las competencias constitucionales habían sido transgredidas, no podía hacer otra cosa que ratificar –como lo hizo el 6 de agosto de 1861- la actuación del presidente. Reforzado por eta aprobación, el presidente proclamó, el 22 de septiembre de 1862, bajo su responsabilidad exclusiva, la emancipación de los esclavos y dos días después, extendió el estado de excepción a todo el territorio de los Estados Unidos, y autorizó la detención y el procesamiento por tribunales militares de <<cualquier rebelde o insurrecto, de sus cómplices y sostenedores en todo el país y de toda persona que dificulte el reclutamiento voluntario, se oponga al aislamiento o se haga culpable de prácticas desleales que puedan aportar ayuda a los insurgentes>>. El presidente de los Estados Unidos era ahora el titular de la decisión soberana sobre el estado de excepción.

Según los historiadores norteamericanos, el presidente Woodrow Wilson, concentró en su persona, durante la Primera Guerra Mundial, poderes todavía más amplios de los que se había arrogado Abraham Lincoln. No obstante, es preciso señalar que, en lugar de ignorar, como Lincoln, al Congreso, prefirió que éste le delegara en cada caso ese tipo de poderes. En este sentido, su práctica de gobierno está más cercana a la que prevalecía durante esos mismos años en Europa o a la actual, que prefieren la promulgación de leyes excepcionales a la declaración del estado de excepción. En todo caso, de 1917 a 1918, el Congreso aprobó una serie de Acts (desde el Espionage Act de junio de 1917 al Overman Act de mayo de 1918) que atribuían al presidente el control total de la administración del país y prohibían no sólo las actividades desleales (como la colaboración con el enemigo o la difusión de noticias falsas), sino que hasta llegaban a vedar el <<proferir voluntariamente, imprimir o publicar cualquier discurso desleal, impío, obsceno o falso>>.

Desde el momento en que el poder soberano del presidente se fundaba esencialmente sobre una situación de emergencia ligada a un estado de guerra, la metáfora bélica se convirtió durante el siglo XX en parte integrante del vocabulario político presidencial cada vez que se trataba de imponer decisiones consideradas de importancia vital. Franklin Delano Roosevelt consiguió de esta manera asumir poderes extraordinarios en 1933 para afrontar la gran depresión, y presentó su acción como la de un comandante durante una campaña militar: <<<Asumo sin vacilaciones la guía del gran ejercito de nuestro pueblo para llevar a cabo un ataque disciplinado a nuestros problemas comunes […]. Estoy dispuesto a proponer según mis deberes constitucionales todas las medidas que exige una nación herida en un mundo herido […]. En el caso de que el Congreso no logre adoptar las medidas necesarias y si la emergencia nacional se prolonga, no me sustraeré a la clara exigencia de los deberes a que me enfrento. Solicitaré al Congreso el único instrumento que queda para hacer frente a la crisis: amplios poderes ejecutivos para entablar una guerra contra la emergencia [to wave war against emergency], tan amplios como los poderes que se me atribuirían en el caso de que fuéramos invadidos por un enemigo exterior>> (Roosevelt, 1938, p. 116)”.

Es conveniente no olvidar que –de acuerdo con el ya señalado paralelismo entre emergencia militar y emergencia económica que caracteriza la política del siglo XX- el New Deal se llevó a cabo desde el punto de vista constitucional mediante la delegación al presidente (contenida en una serie de Statutes que culminaron en el National Recovery Act de 16 de junio de 1933) de un poder ilimitado de reglamentación y de control sobre cualquier aspecto de la vida económica del país.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial amplió estos poderes con la proclamación de una emergencia nacional <<limitada>>, el 8 de septiembre de 1939, que se convirtió en ilimitada el 27 de mayo de 1941 después de Pearl Harbour. El 7 de septiembre de 1941, al pedir al Congreso la derogación de una ley en materia económica, el presidente renovó su pretensión de poderes soberanos ante la emergencia: <<En el caso de que el Congreso no actúe, o no actúe de manera adecuada, asumiré yo mismo la responsabilidad de la acción […]. El pueblo norteamericano puede estar seguro de que no dudaré en usar todos los poderes de los que estoy envestido para derrotar a nuestros enemigos en cualquier lugar del mundo en que nuestra seguridad lo reclame>> (Rossiter, 1948, p. 269). La violación más espectacular de los derechos civiles (tanto más grave cuanto ocasionada únicamente por motivos raciales) se registró el 18 de febrero de 1942 con la deportación de 70.000 ciudadanos norteamericanos de origen japonés que residían en la costa occidental (junto a 40.000 ciudadanos japoneses que vivían y trabajaban en ella).

Y en la perspectiva de esta reivindicación de los poderes soberanos del presidente en una situación de emergencia, debe considerarse la decisión del presidente Busch de referir constantemente a sí mismo tras el 11 de septiembre del 2001 como Commander in chief of the army. Si, como hemos visto, la asunción de este título entraña una referencia inmediata al estado de excepción en que la excepcionalidad se concierte en regla y la distinción entre paz y guerra (y entre guerra exterior y guerra civil mundial) resulta imposible”.          

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EL Calmante. (Fragmento) Por Samuel Beckett

“Yo ya no sé cuando he muerto. Siempre me ha parecido haber muerto viejo, hacia los ochenta años, y qué años, y que mi cuerpo daba fe de ello, de la cabeza a los pies. Pero esta noche solo en mi cama helada, siento que voy a ser más viejo que el día, la noche, en que el cielo con todas sus luces cayó sobre mí, el mismo cielo que tanto había mirado, desde que erraba sobre la tierra lejana. Porque tengo demasiado miedo esta noche para observar cómo me pudro, para esperar los grandes descensos rojos del corazón, las torsiones del intestino sin salida y para que se cumplan en mi cabeza los largos asesinatos, el asalto a pilares inquebrantables, el amor con los cadáveres. Voy, pues, a contarme una historia, voy, pues, a intentar contarme una vez más una historia, para intentar calmarme, y es ahí dentro donde siento que seré viejo, viejo, más viejo aún que el día en que me derrumbé, pidiendo socorro, y el socorro vino. O es posible que en esta historia haya vuelto sobre la tierra, después de mi muerte. No, no parece probable, volver a la tierra después de mi muerte.

¿Por qué haberme movido, estando en casa de nadie? ¿Me echaban fuera? No, no había nadie. Veo una especie de antro, con el suelo cubierto de latas de conservas. No es el campo sin embargo. Se trata quizá de unas simples ruinas, quizá las ruinas de una quinta, en las inmediaciones de la ciudad, en un campo, porque los campos llegaban hasta el pie de los muros, sus muros, sus muros, y por la noche las vacas se acostaban al abrigo de las fortificaciones. He cambiado tanto de refugio, a lo largo de mi descontento, que me sorprendo confundiendo antros y escombros. Pero fue siempre la misma ciudad. Es verdad que uno va muchas veces en un sueño, el aire se ennegrece de casas y fábricas, se ven pasar tranvías y bajo los pies que moja la hierba aparecen de pronto adoquines. Yo no conozco más que la ciudad de la infancia, he debido ver la otra, pero sin lograr jamás creer en ella. Todo lo que digo se anula, nada habré dicho. ¿Tenía hambre al menos? ¿Me tentaba el tiempo? Estaba nublado y fresco, así lo prefiero, pero no hasta el punto de atraerme afuera. No pude levantarme a la primera tentativa, ni pongamos a la segunda, y una vez por fin de pie, y apoyado en la pared, me preguntaba si podría seguir, de pie me refiero, apoyado contra el muro. Salir y caminar, imposible. Hablo como si fuera ayer. Ayer, en efecto, está reciente, pero no lo bastante. Porque lo que cuento esta noche ocurre esta noche, a esta hora que se desvanece. Ya no estoy con esos asesinos, en aquel lecho de terror, sino en mi lejano refugio, las manos cruzadas, la cabeza inclinada, débil, jadeante, tranquilo, libre y más viejo de lo que nunca he sido, si mis cálculos son exactos. Conduciré sin embargo mi historia al pasado, como si se tratara de un mito o de una fábula antigua, porque necesito esta noche otra edad, que se convierta en otra edad aquélla en la que yo me convertí en lo que he sido. Oh, os voy a dar yo tiempos, cerdos de vuestro tiempo”.

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Hands of Bresson.

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Durero. Grabados 1496-1522 Por Rosa Perales Piqueres, curadora de la exposición Durero.

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Eduardo Kobra – Portfólio

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Michel Foucault entrevistado en Lovaina, 1981 subtitulado español

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Entretien avec Félix Guattari à la télévision grecque (1991)

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